Discurso pronunciado por Rubén Remigio Ferro, presidente del Tribunal Supremo Popular, en la apertura del IX Encuentro Internacional «Justicia y Derecho»

Rubén Remigio Ferro
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Discurso pronunciado por Rubén Remigio Ferro
Rubén Remigio Ferro
inauguración
discurso
Justicia y Derecho

Compañero Miguel Díaz-Canel Bermúdez, Presidente de los Consejos de Estados y de Ministros de la República de Cuba,

Distinguidas autoridades que nos acompañan en la presidencia,

Excelentísimos señores embajadores que nos honran con su presencia,

Estimados delegados e invitados al Encuentro, amigas y amigos presentes:

Permítanme expresar en primer orden, la consternación y pesar de los jueces y demás trabajadores de los órganos de justicia del país, por el trágico accidente de aviación ocurrido hace solo unos días en esta ciudad, en el que perdieron la vida más de un centenar de personas. Llegue a los familiares y amigos de las víctimas, nuestras sentidas condolencias.

Por otra parte, es un deber elemental de justicia expresar también, la gran satisfacción que sentimos los integrantes del sistema judicial, y los juristas cubanos en general, por la presencia en este cónclave de tan numeroso y calificado grupo de profesionales del Derecho, provenientes de 27 países de diversas regiones del mundo.

Resulta muy estimulante constatar la calurosa acogida brindada a la convocatoria del Tribunal Supremo Popular de la República de Cuba por todos los presentes y, en particular, por quienes han venido de diferentes orígenes geográficos a compartir con nosotros sus experiencias, conocimientos y puntos de vista, lo que asumimos como palpable muestra de consideración y respeto hacia la judicatura cubana y, obviamente, hacia nuestro país y su pueblo digno y resuelto, que avanza indetenible en su camino de lucha, trabajo y progreso.

Agradecemos profundamente su presencia entre nosotros y les aseguro que, en nuestra condición de anfitriones, haremos el mayor esfuerzo para que estas jornadas resulten agradables y fructíferas para todos y cada uno de ustedes.

Esta IX edición del Encuentro Internacional, como las anteriores, pretende ser un espacio fértil para el intercambio y el debate científico y técnico, sobre diferentes aspectos vinculados con el Derecho y la actualidad jurisdiccional, que resulte útil para incrementar conocimientos y capacidades, a partir de los saberes y experiencias compartidas entre todos los participantes.

Una vez más, el programa científico del evento se caracteriza por la amplitud y diversidad de asuntos, que serán abordados por destacadas personalidades y especialistas cubanos y foráneos, mediante conferencias magistrales, paneles, ponencias e intervenciones especiales.

Escucharemos interesantes disertaciones sobre el tratamiento en sede judicial a asuntos relacionados con la aplicación de la Constitución, los conflictos contencioso-administrativos, el enfrentamiento a diferentes modalidades delictivas, los nuevos enfoques al Derecho procesal, las novedades en la obtención, la práctica y la apreciación de las pruebas, entre otros de significativa importancia.

También conoceremos, de primera mano, de las características y peculiaridades de la labor de los órganos jurisdiccionales de algunos de los países aquí representados, en la voz de altas autoridades que prestigian con su presencia el Encuentro.

Como suele pasar en estos foros –por razones prácticas y operacionales ineludibles– el tiempo dedicado a cada asunto en las sesiones de trabajo no será suficiente, en ocasiones, para agotar las opiniones, dudas y observaciones que las ideas y planteamientos expuestos por los ponentes susciten en el auditorio.

No obstante, como también es usual, hay otra dimensión del congreso –a veces, más rica y útil para la discusión y el intercambio–  que instala su sede en el exterior de los salones de conferencias, en pasillos, cafeterías y otros sitios fuera de las sesiones de trabajo previstas.

Los jueces y demás juristas cubanos aquí presentes estamos ávidos y ansiosos por escuchar y aprender de las disertaciones y comentarios de quienes han venido a ofrecernos, generosamente, su experiencia y sabiduría sobre los asuntos que nos ocupan. A la vez, estamos listos para exponer y debatir nuestras realizaciones y puntos de vista sobre algunos de esos tópicos.

Por mi parte, aprovecharé esta ocasión para adelantar algunos criterios acerca de aspectos que considero de mucho interés.

Mientras nos reunimos para realizar este Congreso, el mundo se estremece por nefastos acontecimientos que se manifiestan en distintas regiones del planeta: conflictos bélicos, incremento de la violencia y la inseguridad, desastres medioambientales, crisis migratorias, acciones terroristas, auge de la delincuencia transnacional, entre otras calamidades que perturban, en forma creciente, a la humanidad.

De igual forma, proliferan por doquier los episodios de corrupción de funcionarios públicos.

Lamentablemente, en no pocos sitios del planeta, el Derecho y la justicia sufren también desmanes y abusos, sometidos por la fuerza a intereses mezquinos de individuos o grupos de poder que los manejan, pisotean o extorsionan a su antojo.

Los referidos manejos sucios e inescrupulosos se evidencian, entre otras modalidades, tanto en la promulgación de normas y disposiciones que limitan y socavan derechos fundamentales y garantías de los ciudadanos o de segmentos desfavorecidos y vulnerables de la población, como en decisiones judiciales parcializadas e injustas, pronunciadas por jueces venales y genuflexos, en favor de los intereses espurios de esos grupos o individuos.  

En lo que concierne al ejercicio de la función jurisdiccional, es creciente el protagonismo de jueces y tribunales en los entramados y vericuetos de la política.

Las manifestaciones de esta situación en la actualidad son cada vez más cotidianas y diversas. En unos casos, hay acciones y decisiones judiciales que amparan y protegen abiertamente los intereses de las oligarquías y los sectores más reaccionarios y conservadores de extrema derecha.  Otras veces, se evidencian mediante la feroz arremetida contra los líderes de izquierda, cuya influencia y prestigio tratan de anular, sometiéndolos a persecución penal por falsas imputaciones de actividades ilícitas, mediante resoluciones parcializadas e infundadas, emitidas por autoridades judiciales sumisas y plegadas a esos intereses.

De otra parte, están, también, los ejemplos de órganos judiciales y jueces de actitud digna y diáfana, cuya actuación y decisiones responden a criterios de justicia, legalidad y sentido común y, cuando resulta pertinente, no vacilan en defender con honor y valentía los intereses legítimos de los ciudadanos y el pueblo al que sirven, frente a los embates reaccionarios de dentro y fuera de sus fronteras.

Esos episodios, en mi opinión, ponen de relieve una razón esencial: la idea de que existen jueces «desideologizados» y políticamente «asépticos» es un mito y una ficción.

Esta no es, en modo alguno, una conclusión novedosa ni reciente. La gente común, «de pueblo», hace mucho tiempo que lo sabe. También lo han expresado, de una forma u otra, desde el siglo pasado hasta el presente, destacadas personalidades del Derecho y la política.

Los jueces y las juezas son personas que sienten, piensan y tienen opiniones como el resto de los seres humanos. También, al igual que los demás, asumen como propios un conjunto de valores (o antivalores) en torno a los cuales, al momento de enjuiciar o elucidar cualquier asunto, junto a la perspectiva técnico-jurídica del caso en cuestión, incorporan los puntos de vista subjetivos que albergan en su fuero interno. Pretender que pueden y deben desprenderse de ellos, a la hora de ejercer su función, es fantasear en torno a la naturaleza humana de aquellos.

De lo anterior, puede colegirse que tan importante como contar con normas y disposiciones claras y precisas, que establezcan el marco regulatorio pertinente en los distintos ámbitos de actuación del Derecho y la justicia, lo es también que los jueces a quienes corresponde enjuiciar y decidir los conflictos o litigios, sometidos al arbitrio judicial, estén subjetivamente dispuestos y propensos a ofrecer la tutela jurídica justa, concreta y suficiente que en Derecho corresponda.

El criterio prevaleciente al respecto en Cuba es que la misión de los jueces rebasa la de ser meros aplicadores de normas y disposiciones al asunto que dirimen, y que su tarea implica, además, el deber de hacerlo con clara noción y sentido de lo justo, de manera que, tanto su actuación como sus decisiones en el proceso, se caractericen no solo por su sustento legal, sino también por su transparencia y por el nivel de equidad, racionalidad y adecuada ponderación que denoten.

Aunque es incuestionable que la impartición de la justicia por los órganos jurisdiccionales debe realizarse sobre la base de lo establecido en los textos legales, es también necesario asumir que, en muchas ocasiones, el contenido estricto de las leyes no basta para decidir un asunto en justicia y, entonces, los juzgadores, para tomar la decisión acertada, precisan apoyarse, ade­más, en los razonamientos lógicos, el sentido común y el análisis circunstanciado y sereno de los hechos que juzgan.

En una magnífica referencia a esta necesidad, José Martí, Héroe Nacional cubano, escribió: «Es verdad que los jueces deben apegarse a la ley, pero no apegarse servilmente, porque entonces serían siervos y no jueces. No se les sienta en ese puesto para maniatar su inteligencia, sino para que obre justa pero libre. Tienen el deber de oír el precepto legal, pero tienen también el poder de interpretarlo».

Contar con jueces que piensen y actúen de ese modo requiere, por supuesto, que entre los atributos que se consideren para el ingreso y la promoción en la carrera judicial, junto a los relativos a la demostración de conocimientos científico-técnicos del Derecho, estén los relacionados con el carácter y la personalidad de quienes vayan a asumir tan compleja misión, en los que no deberán estar ausentes virtudes como la sinceridad, la humildad, la honestidad, la cortesía y la prudencia.

Se debe tener por cierto que nunca será un buen juez quien no sea una persona virtuosa en sus actitudes y comportamientos.

Por otra parte, la persistencia de resultados disfuncionales en el desempeño de los órganos jurisdiccionales de varios países, expresadas en fenómenos negativos, como la excesiva demora en el juzgamiento de los casos, el exagerado formalismo de los trámites procesales, la adopción de decisiones judiciales absurdas y caprichosas y el deliberado distanciamiento con que actúan los jueces, respecto a los destinatarios de su juzgamiento, se han tornado en patologías endémicas de un prototipo arcaico de justicia y de juez, que nada tienen que ver con las concepciones democráticas más avanzadas y, por el contrario, junto a otros atavismos similares, son causas desencadenantes de las crisis de confianza de la población en las instituciones judiciales, presentes en no pocos países.

Frente a esa lamentable situación, se abre paso, de forma creciente, la visión asertiva e incluyente que asume la perspectiva de la actividad judicial, como servicio público enfocado en proporcionar, a las personas naturales y jurídicas, el acceso efectivo a una impartición de justicia pronta, transparente y eficaz.

El referido replanteo conceptual del ejercicio de la función judicial con enfoque de servicio público supone la jerarquización a nivel institucional, individual y colectivo, de valores como la responsabilidad, el compromiso, la transparencia, el sentido de justicia  y la actuación diligente, junto a otros que, interrelacionados entre sí, se concreten en la implementación de buenas prácticas en la actuación de los tribunales y jueces, que aseguren la prevalencia de las garantías y derechos de quienes son parte de los  procesos.

La Organización de Naciones Unidas (ONU), hace algunos años, ha tomado conciencia y se ha pronunciado enfáticamente respecto a esta necesidad. El Artículo 11 de su Convención contra la corrupción reconoce que el papel de los jueces en la lucha contra ese flagelo es vital y, para que así sea, deben actuar con integridad y estar ellos mismos libres de corrupción.

En 2015, durante el XIII Congreso de la ONU para la prevención del delito y la justicia penal, los Estados miembros, mediante la llamada Declaración de Doha, reafirmaron su compromiso «de hacer todos los esfuerzos para prevenir y atacar la corrupción y para implementar las medidas encaminadas a mejorar la transparencia en la administración pública y promover la integridad y la rendición de cuenta en sus sistemas de justicia».

En fecha reciente, una delegación cubana asistió en Viena, Austria, a una reunión internacional para el lanzamiento de la Red global de integridad judicial, en la que representantes de varios países manifestaron su voluntad de «unir fuerzas para fortalecer la integridad judicial y prevenir la corrupción en el sistema de justicia».

Sin embargo, no hay que hacerse ilusiones; incorporar verdaderamente esos conceptos, y actitudes –más allá de cualquier retórica autocomplaciente e insustancial– no es tarea fácil. Para lograrlo, es preciso romper estereotipos y esquemas arraigados profundamente en el pensamiento y la actitud de jueces y magistrados, que se ven a sí mismos inaccesibles en el ejercicio de su ministerio, en virtud de concepciones retrógradas e hipertrofiadas acerca de la vigencia y alcance de la tantas veces invocada –y otras tantas mancillada– independencia judicial.

A quienes se aferran a esas ideas obsoletas, hay que hacerles entender que su postura es absolutamente contraria a la verdadera concepción democrática del ejercicio de la función jurisdiccional, y que resulta totalmente insostenible que la imprescindible libertad que deben tener los jueces, para tomar decisiones en el marco de sus atribuciones, sirva de manto protector al libre albedrío, la anarquía, el descontrol y la irresponsabilidad en el desempeño de la magistratura.

Podemos tener la certeza y la absoluta convicción de que el juez que se precia de actuar con verticalidad ética y profesional, no teme que su desempeño esté permanentemente sometido al escrutinio público o institucional, y sabe muy bien que tiene, en sí mismo, al principal garante de su independencia para juzgar.

Adentrados como estamos en pleno siglo xxi, es hora ya de que se produzca un verdadero replanteo conceptual, orgánico y funcional, del ejercicio de la labor jurisdiccional.

Acometerlo, por supuesto, impone, como primer desafío, vencer una fuerte resistencia al cambio desde adentro y desde fuera de los órganos judiciales, por parte de aquellos a quienes, por una razón u otra, ni les conviene ni les importa que se produzca esa evolución.

La clave de la necesaria transformación está, a nuestro juicio, en asumir que el desempeño efectivo del denominado «poder judicial» entraña, sobre todo, la necesidad de ejercerlo como «deber judicial», a partir de las obligaciones que los jueces, de ser investidos como tales, contraen con la sociedad.

En ese sentido, la legitimización del juez no debe estar únicamente basada en el procedimiento a través del cual es electo o nombrado, sino, además, en los límites en los que se debe enmarcar el ejercicio judicial.

El carácter democrático del Estado implica que ninguna función pública se ejerza sin control y que, por consiguiente, no existan funcionarios sin responsabilidad efectiva, incluyendo, por supuesto, a los miembros de la judicatura.

En el caso de los jueces, la imprescindible libertad de que deben disponer, para impartir justicia sin interferencias ajenas, tiene, como contrapartida incuestionable, el deber de hacerlo con total apego a los procedimientos legales, respeto a las garantías del debido proceso, y dando cumplimiento a los requerimientos y estándares que supone una actuación judicial de calidad.

La exigencia de esa responsabilidad no puede ni debe quedar a expensas de la espontaneidad individual de los juzgadores, ni indefinida en el tiempo o sujeta solo a la posible impugnación del fallo, sino que requiere de la implementación de acciones permanentes de control social e institucional, que prevengan a los jueces de un desempeño errático en el ejercicio de su profesión, y de caer, por ende, en las antípodas de lo justo, lo ético y lo legal, con sus nefastas con­secuencias para los justiciables.

Como es obvio, procurar niveles cualitativos pertinentes en el desempeño de los órganos jurisdiccionales, como en cualquier otra actividad, requiere del despliegue de acciones encaminadas a gestionar y propiciar el mejoramiento continuo de la eficiencia y la eficacia de la labor de jueces y auxiliares judiciales, partiendo de que, como suele decirse con razón, la calidad nunca es un accidente, siempre es el resultado de un esfuerzo intencionado e inteligente.

Al respecto, existe toda una ciencia constituida y en desarrollo acerca de la normalización, gestión y control de la calidad, que se aplica perfectamente al ámbito de lo judicial, entendido como servicio público destinado a la satisfacción de necesidades y expectativas de las personas naturales y jurídicas usuarias, y a la plena realización del acceso a la justicia como derecho humano fundamental.

El Tribunal Supremo Popular de la República de Cuba, hace algunos años, trabaja con esmero, en estrecha alianza con los principales especialistas sobre este asunto en el país, en el diseño e implementación de un sistema propio de gestión de la calidad, que toma en cuenta, con las adecuaciones pertinentes, las categorías y conceptos de las normas internacionales que regulan los modelos de actuación en ese ámbito. La meta final de ese esfuerzo es contar con un Manual de calidad, como herramienta metodológica de referencia, para procurar la mejora continua en el desempeño de los órganos jurisdiccionales.

Es obvio que donde no exista una clara voluntad política de fomentar el bienestar general de la población, y una verdadera vocación por la justicia y la armonía social, tampoco estará entre las prioridades o preocupaciones de los gobernantes la mejoría cualitativa del desempeño de la justicia. Habrá, sí, muchos discursos apologéticos, mucha retórica altisonante y muchos afeites mediáticos en torno a la independencia y la imparcialidad de los jueces; pero, en la realidad, seguirán predominando la interminable demora de los procesos, el irrespeto a garantías de los justiciables, los fallos sesgados e infundados, los montones de presos sin condena, y la desidia imperturbable de los juzgadores, entre otros males que frecuentemente pululan en los escenarios jurisdiccionales.

En el caso de Cuba, los tribunales de justicia, sus jueces y juezas y el personal auxiliar que nos asiste, estamos conscientes de la importancia que tiene el adecuado desempeño de nuestra labor y su incidencia directa en aspectos vitales para el país, como son la seguridad jurídica, el orden y la tranquilidad ciudadana, la calidad de vida de la población y las garantías del ejercicio pleno y efectivo de sus derechos.

Ese posicionamiento consciente como servidores públicos, junto con la determinación subjetiva a desempeñar su función, interpretando y aplicando el Derecho al caso concreto, con perspectiva integradora, contextualizada y justiciera, son rasgos definitorios comunes en los jueces cubanos. Nuestra sociedad, ni admitiría ni toleraría a juzgadores ensimismados, abstraídos en su labor y distantes de la realidad circundante. De comportarse así, nuestros tribunales y jueces carecerían de la autoridad y el prestigio que en la actualidad se les reconoce.

Hace apenas unos meses, los tribunales de justicia cubanos rindieron cuenta públicamente de los resultados generales de su labor, ante los delegados y diputados que representan a la ciudadanía en las asambleas locales y la Asamblea Nacional del Poder Popular. En esos ejercicios que, en nuestro país, se realizan periódicamente prevaleció, en general, un criterio favorable de la población y sus representantes respecto al desempeño de esos órganos, aunque también se formularon algunas críticas oportunas y justas, y recomendaciones para mejorar el trabajo.

En consecuencia, nuestro principal empeño es, y será siempre, procurar niveles cualitativos superiores en nuestra labor y ponernos a la altura de lo que el pueblo cubano ─con todo derecho─ espera y reclama de nosotros.

Como parte de ese esfuerzo, nos ha parecido algo básico y esencial, establecer ─con la mayor precisión y claridad posibles─ cuáles son los principales aspectos que determinan una actuación judicial de calidad en la tramitación y solución de los procesos, de modo que, tanto los integrantes de los tribunales como los justiciables y la sociedad en general, cuenten con un baremo concreto, a la hora de valorar si se logra este resultado, o no.

Para nosotros, estos indicadores son:

  • Desempeño diligente y ágil en la tramitación de los procesos, con adecuado cumplimiento de los términos y plazos legalmente establecidos.
  • Actuación responsable, imparcial y ética en los actos procesales, con apego al debido proceso y pleno respeto a las garantías y derechos de las partes implicadas en el asunto.
  • Decisiones atinadas, debidamente fundamentadas y argumentadas, y caracterizadas por su racionalidad y justeza.
  • Cumplimiento efectivo y oportuno de las decisiones judiciales.

El propósito es claro, o se cumplen todos y cada uno de esos requerimientos en cada asunto o la actuación judicial no tuvo la debida calidad.

La necesidad de asegurar esos resultados determina el empleo por nuestra parte de acciones institucionales intencionadas para gestionarlos, que incluyen el monitoreo o control interno mediante acciones de inspección y supervisión, y el establecimiento de mecanismos de comunicación y retroalimentación con el público externo, que siempre tienen, como presupuesto de efectividad, la actitud consciente, responsable y proactiva de los jueces y el resto del personal de los órganos jurisdiccionales.

Estimados colegas, delegados e invitados:

La sociedad cubana transita hoy por los derroteros de la actualización del modelo económico- social del país, con el firme propósito de materializar nuestra visión de construir una nación soberana, independiente, socialista, democrática, próspera y sostenible.

Ese proceso implica una dinámica de cambios y transformaciones que impactan en todas las esferas de la vida del país y, consecuentemente, tienen también un nítido reflejo en la introducción de necesarias modificaciones en las normas jurídicas y en un segmento importante del contenido de los procesos judiciales.

Naturalmente, los tribunales de justicia del país no permanecen ajenos a esas transformaciones y efectúan los reajustes pertinentes en su funcionamiento, para atemperar y adecuar su actuación a los cambios que se producen en el escenario económico y social y, por consiguiente, en los conflictos que llegan a los órganos jurisdiccionales.

Podemos decir, entonces, que este encuentro constituye una magnífica oportunidad de enriquecer los conocimientos y la preparación de los juristas cubanos y, muy especialmente, de los jueces, de cara a los nuevos retos y desafíos que nos toca enfrentar.

Finalmente, a quienes han venido desde otras latitudes a acompañarnos, les sugiero que no pierdan la oportunidad de conocer y disfrutar de las bondades y bellezas de este país y su rico patrimonio histórico, cultural y social y, sobre todo, no dejen de descubrir al más grande y rico tesoro de esta isla: ¡su gente!; esa que, pese a las adversidades, no claudicará en su empeño de construir un futuro mejor.

¡Sean todos bienvenidos!

¡Declaro inaugurado el IX Encuentro Internacional Justicia y Derecho!

Muchas Gracias.     

 

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