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Es tal la fragmentación y la dispersión que la larga evolución de la civilización occidental ha creado sobre la expresión cultural que para descubrir su verdadera naturaleza es necesario estudiarla en su génesis más antigua.
La singularidad humana en la historia natural está en que el hombre tomó conciencia de su propia existencia, de su pertenencia a la naturaleza, y se planteó como exigencia descubrir y descifrar el misterio de lo desconocido. Es un ser bio-sico-social. El trabajo, que es en esencia un hecho cultural, está como peldaño inicial en la historia de las civilizaciones. Los hombres son los únicos seres vivientes que tienen ese reto, de ahí nace la cultura hasta convertirse en segunda naturaleza, ella es, a la vez, claustro materno y creación de la humanidad.
No hay hombre, en el sentido pleno y universal del término, sin cultura y esta no existe sin aquél. Su afán de descubrir lo que no conoce lo lleva al extremo de intentar encontrar el sentido de su propia existencia. No existe objetivamente respuesta racional a este noble interés humano; sin embargo, en parte lo puede hallar aquí en la Tierra cuando asume que todos los hombres, sin excepción, tienen derecho a una vida plena de felicidad tanto material como espiritual y, por tanto, a facilitar se supere la enajenación social a que ha estado sometido. Ahí nacen la ética y la necesidad de ejercer la facultad de asociarse que el pensamiento martiano situaba como el secreto de lo humano.
El proceso de surgimiento de la cultura está presente en la génesis antropológica de homo sapiens hasta convertirse en el individuo hombre. Desde que los hombres comprendieron que podían extraerle a la naturaleza el sustento para vivir y tenían la posibilidad de reproducir los objetos creados por ella, apreciaron también que podían expropiar el trabajo de otros hombres y se dio inicio a la división entre explotados y explotadores. Se impuso como demanda y necesidad lograr una relación social que garantizara el trabajo en común y la distribución equitativa del producto del trabajo. Nació así la idea de la justicia. El trabajo y la justicia son los primeros acontecimientos de carácter cultural; surgen de esta manera las primeras ideas éticas y jurídicas necesarias para garantizar la justicia y la convivencia humana.
En Martí, la mejor tradición cubana se asume desde una visión en la cual se sintetizan arte, ciencia, ética y cultura, recogida en aquella frase memorable del Apóstol: Verso: o nos condenan juntos o nos salvamos los dos. Vale la pena hacer un estudio sobre las relaciones entre el pensamiento estético y el ético en el Héroe Nacional Cubano.
Martí lo expresa bellamente en su poema “Yugo y Estrella”, con tal fuerza de universalidad que deja el alma en suspenso, y asumimos lo que objetivamente somos: piezas de una larga evolución de la historia natural y social. Se llega en medio de nuestra insignificancia individual a sentir como deber sagrado el de continuar luchando por un paso de avance en la historia social del hombre. Lo experimentamos también en el “Canto Cósmico” de Ernesto Cardenal. La esencia de este pensar y sentir martiano se concreta y se ensambla con su prodigiosa percepción del arte. Aquí ética, filosofía, arte, política y ciencia se funden como una joya de nuestra historia cultural, muestran otros sellos clave de la identidad latinoamericana en la cual se sintetiza y renueva el pensamiento europeo.
Sobre estos fundamentos nos planteamos el tema de la cultura general integral. Ella constituye una necesidad política a corto, mediano y largo plazo, tanto en lo nacional como en lo internacional.
Fidel, al situar la cultura como la máxima prioridad política, se colocó en la vanguardia ideológica universal para enfrentar los graves desafíos que tienen ante sí América y el mundo.
La Revolución Cubana se ubicó en los años 60 en la avanzada del movimiento revolucionario internacional proclamando desde sus raíces latinoamericanas la necesidad del socialismo, insistiendo en la importancia clave de los factores morales en la historia y promoviendo, desde la izquierda, cambios que resultaban inevitables, para superar el equilibrio bipolar, facilitar caminos a la diversidad y la justicia universal. Hoy, en el siglo XXI nuestra patria de nuevo se sitúa en un lugar avanzado y esclarecido del movimiento filosófico –subrayo la palabra– de la contemporaneidad; lo hace colocando la cultura como genuina creación humana.
Es necesario examinar las consecuencias prácticas a este hecho fundamental. En la esencia de la identidad cubana están los fundamentos filosóficos, políticos y sociales sin los cuales no es posible alcanzar un alto nivel de calidad y de masividad. Si encontramos las esencias filosóficas que sirvieron de orientación a nuestra historia política podremos asumir a plenitud el inmenso saber acumulado por el país, e incluso sería decisivo para entender la sicología individual y social del cubano. Por ahí debe comenzar el debate teórico y derivar del mismo sus consecuencias prácticas.
En la cultura cubana calidad y masividad forman una unidad dialéctica de manera que si no se desarrolla una tampoco lo hace la otra. Si se extiende masivamente la cultura sin fundamentos cualitativos solo se logrará populismo y superficialidad. Si se promueve la calidad sin tener en cuenta la masividad se creará una supuesta élite, no se insertará la cultura en los temas claves del desarrollo, y acaba empobreciéndose. Para una ofensiva moral y específicamente política que desarrolle los dos aspectos hace falta, pues, nuestra historia espiritual, y debe hacerse tomando en cuenta las raíces del movimiento intelectual de Occidente y su larga evolución.
Las debilidades del sistema imperialista norteamericano se hallan, en buena medida, en la ignorancia, desinformación y el tratamiento anticultural de esas claves. La pregunta es la siguiente: ¿es posible dominar el mundo que llaman unipolar sin una sólida cultura de base filosófica? Es el desafío que tienen ante sí los hombres que vivirán bien entrado el siglo XXI y aquellos que trabajamos para una vida superior que a muchos de nosotros individualmente no nos será posible disfrutar, pero será el siglo de nuestros hijos y nietos. Para este empeño debemos tener muy presente lo expresado por José Carlos Mariátegui cuando señaló que toda gran revolución necesita de grandes mitos multitudinarios.
Nadie niega a las ciencias naturales y tecnológicas el derecho a emplear símbolos para representar realidades en espacios y tiempos que han sido válidos para alcanzar los grandes descubrimientos científicos del mundo actual. Sin embargo, un materialismo tosco y superficial no fue capaz de exaltar filosóficamente el valor de los símbolos que las ciencias sociales, humanísticas y filosóficas necesitaban para mostrar los planos de las realidades históricas, y uno de esos símbolos claves de las ciencias humanistas son los mitos.
A modo de ejemplo, estudiemos al Che Guevara, que es un mito del siglo XX, él representa lo que quedó olvidado o al margen por las ideas socialistas de la centuria pasada, es decir la necesidad de la ética, el valor de la utopía. El Che simboliza el sello que necesita el siglo XXI de relacionar la ciencia con la utopía; representa, a la vez, el dolor y la miseria de millones de seres humanos. Estos grandes mitos se encarnan en hombres, y esos grandes hombres, como figuras excepcionales, nos sirven para medir y caracterizar una época.