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«No ha habido otro revolucionario de los finales del siglo pasado
que amase más el continente y que lo sirviese mejor
con la pluma, la palabra y la espada».
Julio Armonio Mella
Una ojeada a la obra política o literaria de José Martí, por muy somera que se pretenda hacer, no nos limitará nunca el poder apreciar, como una de las facetas más peculiares y características de su quehacer, el profundo y marcado latinoamericanismo que le embargaba y que lo hace imperecedero, entre los más insignes hombres dedicados a los intereses de nuestra América.
El conocimiento preciso de las realidades étnicas, económicas y culturales, la interpretación adecuada de la problemática política del continente, el dominio de las raíces históricas de los pueblos y naciones de América, la enorme visión previsora sobre el naciente imperialismo norteamericano y su proyección, y su creedora naturaleza política, social y cultural, son elementos esenciales del sentir martiano que guardan una estrecha correspondencia con los intereses de nuestros pueblos.
En la médula de su latinoamericanismo está sólidamente asentada la idea de la estrecha unidad de todo el continente, sobre la base de la justicia, el decoro y el respeto a la dignidad humana; y, a sabiendas de que uno de los males de las repúblicas de Latinoamérica era la desunión, el interés distinto y en desigual alcance, formula su llamado al conocimiento mutuo y veloz entre los pueblos que viven al sur del río Bravo, conocimiento que debe llevar a rápidas identidades y al rencuentro con sus propias raíces.
Esa es la idea que expresa, con toda vehemencia, cuando dice:
Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de la casa chica, que le tiene envidia al de la casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos.(1)
Pero esta América —tan disímil y heterogénea en su composición de repúblicas, donde ya las guerras intestinas y fronterizas habían dejado huellas indiscutibles— para emprender el acercamiento mutuo, honesto y fraterno, exigía el esclarecimiento de la identidad común de nuestros pueblos, similares en sus raíces, y solo diferentes en la proyección de sus ramas, porque el tronco latinoamericano ha sido siempre uno solo e indivisible, un haz de fibras aborígenes: mayas, araucanas, aztecas, caribes.
En tal dirección se empeña Martí; y, a partir de los orígenes del continente —poblado con sus indios, alegrado por danzas y cánticos, por juegos y bordados polícromos, estremecido por el clamor vigoroso de sus hijos, y embellecido por la sorprendente arquitectura de sus ciudades y palacios— devela ante los ojos latinoamericanos la verdadera génesis de nuestra historia.
Alerta a los pueblos contra los males y contradicciones egoístas que quiebran la solidez americana, y pone como ejemplo aquellos errores de la América india, que aprovechó el conquistador para asesinar criminalmente, violar la justicia y la buena fe e implantar la colonia cruel y altanera.
El marco de una perfecta hilvanación histórica le permite mostrar a los pueblos cómo esta América —que fue receptáculo híbrido de indios, españoles, portugueses y africanos, de los que resultó el criollo latinoamericano—, desde el alumbramiento de la nacionalidad continental, exhibe una conducta concreta, combativa y rebelde contra todo el andamiaje colonial creado.
A nuestras repúblicas de América —herederas de todas las distorsiones y desgobiernos de la metrópoli española—, les señala Martí los falsos atributos de la herencia dogmática de modelos copiados a gobiernos regidos por legislaciones obsoletas, y la necesidad de crear, en materia de política, instituciones útiles que permitan resolver los objetivos de cada pueblo y el continente, y así disponer de las riquezas naturales del suelo americano en su propio bienestar, y desarrollar, con justicia y respeto, el comercio con todo el mundo.
Estas genuinas instituciones, nacidas de la auténtica creación del hombre americano, considera Martí que deben estar en su percepción, constitución y manejo, debidamente dirigidas por hombres conocedores de la diversa combinación de las características fundamentales de cada pueblo porque, en esa medida, podrán interpretarlos mejor y ser sus conductores y guías.
Tal criterio lo resume al expresar que «[…] el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país […]. (2)
Su profunda visión latinoamericanista le permite hacer un llamado a la juventud del continente a no desorientarse ante el deslumbramiento novedoso del vecino norteño, sino a partir de la propia convicción del papel funesto que desempeñaría la penetración yanqui. Y la llama a la creación y el desarrollo, a impulsar y expandir toda la inteligencia, la fuerza creadora y constructiva, para edificar una América nueva y bien nuestra.
Su pensamiento y su sentimiento latinoamericanistas quedan maravillosamente concretados en Nuestra América, publicado en México en 1891, trabajo admirable, donde presenta y estudia los males de nuestros países, señala sus causas y ofrece sus soluciones.
Amó por igual a todos los pueblos que viven al sur del rio Bravo y hasta la Patagonia, en comunidad de cultura, costumbres e intereses y los instó a unirse estrechamente para la marcha triunfal, por resolver sus crisis y no quedar rezagados.
Notas
1 Obras completas, t. 6, La Habana, 1963, p.15.
2 Ibid., p. 17.
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Pro memoria
24 de febrero de 1895 (Cuba). Esta fecha tiene un marcado simbolismo en las luchas de independencia de la mayor de las Antillas contra el dominio colonial español: Marca el inicio de la Guerra Necesaria y definitiva. // Ampliación: A fines de enero, desde Nueva York, José Martí (delegado del Partido Revolucionario Cubano) le había indicado a Juan Gualberto Gómez (su representante en la isla) que el levantamiento general debería producirse, a más tardar, en la segunda quincena de febrero; este consultó, con los principales jefes guerrilleros, el mejor momento para desatar la contienda, y decidieron que las diferentes acciones se produjeran, simultáneamente, ese día, con el principal llamado en el territorio oriental con el que quedó registrada aquella jornada: Grito de Baire.
