- 59 views

Martí: aproximaciones lingüísticas (III)
La tercera parte de esta serie la dedico a reproducir, textualmente, un sustancial artículo de Martí, en el que expone su punto de vista acerca de la situación del español en nuestro continente a finales del siglo XIX.
Teniendo en cuenta la sintaxis un tanto compleja y las referencias a personajes que escasamente trascendieron su época, en un principio, pensé solo extraer de él algunos aspectos medulares y presentarlo en un cuerpo único. Sin embargo, la dimensión intrínseca de los juicios del Maestro expuestos allí, y el hecho de tratarse de un texto no recogido en sus Obras completas —como indica el editor de José Martí: ideario lingüístico, de Marlen A. Domínguez Hernández—, me hicieron cambiar de opinión e incluirlo tal cual apareció en el periódico La Nación, de Montevideo, el 23 de julio de 1889.
Propongo que este texto, en particular, sea leído detenidamente para —más allá de nombres, referencias y estructuras, que no resulta necesario aclarar aquí— poder desentrañar, con mayor nitidez, las esencias del mensaje que Martí nos hace llegar, mediante su particular estilo:
El castellano en América
No es por pedantería, sino por cariño: cuentan de Toussaint L’Overture que no sabía una vez cómo librarse de un bravucón de su ejército, empeñado en ser teniente; y luego que lo hubo recibido muy bien y dispuesto día para la toma solemne del grado, cuando llegó la hora, “¿sabes latín, por supuesto?”, le preguntó de repente: ¡jamás había sabido el bravo aquel latín! “¿Pues cómo, grande y grandísimo bribón, te atreves a querer ser oficial de mi ejército sin saber latín?”
Y de cierto director de diario cuentan en España, que cada vez que le llegaba un aspirante con deseos de escribir en su periódico, le mostraba una pizarra de ésas que llaman frases de estampilla y adverbios en mente, “por mejor decir”, “digámoslo así”, “todos, absolutamente todos”, y correas del mismo arnés: “¡Si Ud. sabe escribir sin usar una sola de estas muletas, lo tomo para mi diario!”.
Algo así pasa con muchos periódicos de nuestros países; llenos de noble juventud y excelente intención, pero donde se habla una jerga corriente, y desluce con modismos bárbaros y acepciones inauditas un párrafo bello o una idea feliz.
Bueno está que vayamos dando a la lengua acá en América la distinción, elegancia y profundidad que, aunque lluevan piedras, hemos de decir que aún en España le falta, quitando algún Maragall o Baralt, y Picón o Giner; porque si sale un ingenioso, resulta Varela, que va paseándose aprisa de discreto a chabacano; si crítico, un Clarín, con una azumbre del peleón por cada gota del añejo; y hay que venir a los cronistas de los Lunes, más afrancesados de lo que conviene, para encontrar de vez en cuando esa elegante soltura que en Francia es acaso, con la claridad, lo más original y saliente de la lengua literaria, que en España apenas se ve, aun en aquéllos que saben más de idioma español, como Pereda y la Bazán.
Bueno es que, para no ir como momia de cuello parado por el mundo vivo, escribamos como los que escriben en nuestros tiempos, pero como los que escriben bien; porque decir, por ejemplo, como leemos en un diario: “ayer tuvo verificativo”, “intimidaron los dos amigos”, “Carrera jugó un gran rol”, “la tropa está bien munida”, es dahomeyano o iroqueño, pero castellano no es. Y la lengua que se habla debe hablarse como lo manda la razón, y como sea la lengua, por lo mismo que se pone uno la ropa a su medida, y no a la del vecino, con el pretexto de que todo es ropa. Ni cuando se escriba una carta se la llena de borrones, porque como quiera es carta. Ni el que ostenta un jarrón en su juguetero y lo tiene de loza burda y mal cocida, cuando lo puede tener de fino Sevres. Pues, porque se llevan zapatos, ¿hay razón para poner la gala en llevarlos rotos?
La verdad es que con el uso del castellano pasa como con el traje verde que llevaba en Madrid el pobre Pedro Torres, que lo llevaba porque no tenía otro, y aun ése se lo habían regalado, pero se enojaba con quien le sostuviera que a él no le gustaban los trajes verdes. ¡Le gustaban, y “muy mucho”! Lo mismo que con el paraguas, que él no tuvo jamás, y salía a la calle de intento en cuanto empezaba a llover, para demostrar que “por eso no tenía paraguas, porque le gustaba que le lloviera encima”.
Se ha de hablar el castellano sin pujos ni remilgos, [...], ni baturradas de antaño para decir nuestras ideas y cosas de hoy, ni novelerías innecesarias, que ponen al español pintarrajado y tornadizo, como un maniquí de sastrería. El que se atreva con sus elegancias, háblelo con ellas, que no es pecado hacerse los pantalones en lo de Pool, en vez de comprar los hechos a molde, rodilleros y bolsudos, en el Bon Marché; ni una mujer es menos bella y virtuosa porque le corte un traje Félix que porque se lo ponga hecho una infelicidad la madama de la esquina.
Pero no se ha de poner el español, so pretexto de elegancias, entretelado y lleno de capas lo mismo que las cebollas; ni, so pretexto de libertad, se le ha de dejar como payaso de feria, lleno de sobrepuestos y remiendos en colorín que no sea suyo, usando las voces fuera de su sentido, o traduciendo malamente del francés e inglés lo que de sobra hay modo de decir con pureza en español; o inventando verbajos que corren a la larga entre la gente inculta, y luego acaban, como los realce un poco la imaginación y otro poco el éxito, por echar de la casa al dueño, y decir que los que hablan el español son los que no lo hablan, y ellos, los del “tuvo verificativo”, ellos son los únicos que saben de veras del consorcio supremo entre la lengua castiza y el pensamiento corriente, los que hablan una lengua ejemplar y galana. Esto es como los polluelos del cucu, que echan del nido a picotazos a los hijos legítimos de la que les sirvió de madre.
Cada asunto quiere su estilo, y todos concisión y música, que son las dos hermosuras del lenguaje. En lo ligero, por ejemplo, está bien el donaire, que huelga en la historia, donde cada sentencia ha de ser breve y definitiva como un juicio. El orador que marcará a los bribones con su palabra candente como se marca a las bestias en la tribuna política, moderará la voz en una reunión de damas y les hablará como si les echase a los pies flores.
El periodista que en una hora desocupada deja correr la pluma a vagar suelta por entre margaritas y ojos de poetas, la embrazará con lanza, y montará en el caballo de ojos de fuego cuando le ofende una verdad querida el periodista enemigo, o como maza la dejará caer sobre los tapaculpas del tirano.
Pero para todos los estados del lenguaje hay una ley común, que es la de no usar palabras espúreas o cambiar la acepción a las genuinas, porque el que unas veces deba ponerse en el lienzo más amarillo y menos otras, no quiere decir que se pinte con cualquier amarillo cogido del camino. No es que no sea bueno ir saliendo de las andaderas arcaicas, lo mismo que de las románticas, y dejar que hablen en joroba las Guerras y Cutandas, que son modelos funestos, o tomen por el vapor de la nariz, y no por el cuerpo, a la quimera de Hugo los hugólatras. Se ha de aspirar por la verdad del lenguaje a la limpieza griega.
Pero el modo de limpiar el lenguaje, y armar guerra mortal contra el hipérbaton que lo tortura, no es poner una barbarie en vez de otra, ni reemplazar las muletillas, volteretas y contorsiones académicas con voces foráneas que sin mucho rebuscar pueden decirse en castellano puro, o con verbalismos de jerigonza, usados y defendidos por los que creen que para ser obreros en piedras finas no hay como no aprender jamás a lapidario.
La ignorancia crea esa jerga, y la indulgencia la acepta y perpetúa, quedando con ella el español, lo mismo que las amarras académicas, como quedaban los cuerpos de los revolucionarios del año 12 en Venezuela, atados hasta los huesos de un cuero humedo [sic.], cuando emuscando la piel y sin cuidarse de la infamia del mundo salía el sol de detrás de las montañas. Acicalarse con exceso es malo, pero vestir con elegancia no. El lenguaje ha de ir como el cuerpo, esbelto y libre; pero no se le ha de poner encima palabra que no le pertenezca, como no se pone sombrero de copa una flor, ni un cubano se deja la pierna desnuda como un escocés, ni al traje limpio y bien cortado se le echa de propósito una mancha.
Háblese sin manchas.
La Nación, Montevideo, 23 de julio de 1889
GACETILLA ORTOGRÁFICA
—Tomada de La lengua que nos une, TSP, La Habana, 2018, pp. 125-126, a partir de Ministerio de Educación: Cuaderno de ortografía 1, Editora el habanero, La Habana, 20002.
En las zonas del sur de España, en las Islas Canarias y América Latina, se produjo la fusión de los sonidos /s/ y /z/, de manera que quedó uno solo. Es el fenómeno que se conoce como seseo y que consiste en la similitud en la pronunciación entre palabras como masa y maza, losa y loza, tasa y taza, etc.
Similar fenómeno ha tenido lugar al perderse la oposición /ll/-/y/, lo que se ha denominado yeísmo y que se aprecia en vocablos como valla y vaya, rallar y rayar, halla y haya, hulla y huya, etc.
¡Claro!, no es solo en los homófonos donde estos fenómenos se evidencian.
Nos «vemos».
_____________________
1 —N. del gacetero. Espúreo, rea. adj. Barbarismo por espurio (M. de Toro y Gisbert: Pequeño Larousse ilustrado, París, 1964, p. 434). Conozco esto, pero me niego a considerarlo un error del autor, a sabiendas de que, en otras ocasiones, la usa de manera correcta. Antes bien, podría pensar en un empleo suyo, marcadamente intencional, o en un desliz de La Nación, pero sin desconocer que esa forma la han usado muchos escritores y distinguidos críticos del lenguaje (Manuel Seco: Nuevo Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española, Barcelona, 2011, p. 278).
2 Ambas fuentes están directamente interrelacionadas, pues el autor de la primera (este gacetero) es quien asumió la edición-corrección de la segunda.