Hacia una visión plena e integradora del Derecho procesal

Rubén Remigio Ferro
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Hacia una visión plena e integradora del Derecho procesal
Derecho procesal
discurso
Rubén Remigio Ferro
evento internacional

Discurso del presidente del Tribunal Supremo Popular, Rubén Remigio Ferro, en la inauguración del VI Congreso Internacional de Derecho Procesal, La Habana, 23 de abril de 2019

Distinguidos integrantes de la presidencia:

Estimados participantes en este congreso:

Mi querido y contumaz amigo, el profesor Juan Mendoza quien –como casi todos los aquí presentes conocemos–  es uno de los principales organizadores de estos encuentros; se las ha ingeniado de nuevo para comprometerme a pronunciar las palabras inaugurales de este congreso.

En esta ocasión, para lograrlo, utilizó como argucia esgrimir el argumento de que el tema central del foro sería “Los retos de la función jurisdiccional en el siglo XXI” y su fecha de realización tendría lugar apenas unos pocos días después de proclamarse la nueva Constitución de la República de Cuba, en cuyo texto se refuerza notablemente el acceso a la justicia y a la tutela judicial efectiva como derechos fundamentales de las personas. Ambas razones, según él, justificaban, por sí solas, mi intervención en el acto.

Pueden imaginarse la sonrisa pícara con que acompañó su solicitud, confiado en que, como efectivamente sucedió, sería difícil para mí rehusarme a tan sugerente invitación. Así es que heme aquí, como prueba palpable de sus habilidades para conseguir implicarme en esta difícil, pero, a la vez, honorable misión.

La realización periódica de foros como este ha devenido en atractiva cita para juristas cubanos y foráneos, especialistas o estudiosos del Derecho procesal, que asumen el cónclave como valiosa oportunidad para intercambiar saberes y experiencias sobre el desarrollo de esta apasionante disciplina.

Particular interés suscitan estos encuentros entre los integrantes de la judicatura cubana, representada hoy aquí, como en ediciones anteriores, por varios de sus miembros procedentes de las diferentes instancias judiciales. Es lógico que así sea, porque de alguna forma compartimos la idea de que el Derecho procesal, en clave operacional, constituye el hábitat o sustrato instrumental de jueces y magistrados en su ardua tarea.

El ejercicio de la función jurisdiccional es, tal vez, entre las distintas profesiones cuyos contenidos giran en torno a la aplicación u operación de esta rama del Derecho, donde se perciben con mayor nitidez, la visión plena e integradora del Derecho procesal; concebido no sólo como meras normas adjetivas, sino, además, como complejo entramado de categorías y principios, cuyo dominio y manejo resultan indispensables para la efectiva conducción y desarrollo de los procesos judiciales.

En tal sentido, en Cuba asistimos hoy a un momento de particular relevancia y transcendencia. La nueva Constitución, proclamada el pasado día 10 de abril, tras un ejemplar ejercicio democrático de participación popular en su elaboración, contiene, entre sus novedades de mayor impacto, la formulación precisa y abarcadora del amplio catálogo de derechos fundamentales de las personas naturales y jurídicas, sus deberes y las garantías que aseguran su adecuada protección y cumplimiento, entre las que, por supuesto, sobresalen las relativas al acceso a la justicia y el debido proceso.

En comparación con su antecesora de 1976, que en su esencia poseía un contenido más programático y enfocado en la institucionalización de las transformaciones estructurales y funcionales de la vida económica, política y social del país, en la nueva Carta Magna, sin dejar de contener preceptos de similar naturaleza, se establecen disposiciones que pautan, de manera  concreta,  principios y  normas  de actuación  para   todas las personas, instituciones y entidades;  con un carácter vinculante inmediato per se y que, en consecuencia, pueden y deben ser tenidas en cuenta en el desarrollo de los procesos en sede judicial.

Tal característica supone, a todas luces, un reforzamiento del texto constitucional, como norma directamente aplicable en la tramitación y solución de los asuntos que llegan a los tribunales, con independencia del desarrollo que alcancen en la legislación complementaria.

Vale decir que, aunque no es nueva en la práctica judicial cubana esta concepción de la aplicabilidad directa de preceptos constitucionales al juzgamiento de los casos, por vía de la interpretación integradora del Derecho, por parte de los jueces, (lo que se puede constatar en varias sentencias dictadas por nuestros órganos jurisdiccionales); no cabe dudas que este nuevo panorama plantea al sistema judicial cubano, el reto de ser consecuente y proactivo cumplidor y defensor de los preceptos de la vigente Ley de leyes.

Particularmente remarcable resulta el hecho de que la flamante Norma Suprema que recientemente nos hemos dado los cubanos, en su capítulo VI, de incuestionable naturaleza procesal, bajo el rubro de “Garantías de los derechos” agrupe, en un racimo de nueve preceptos, todo el andamiaje tutelar que ampara los derechos consagrados en la propia Constitución y los comprendidos en las normas ordinarias.

El primero de los artículos de ese apartado, el número 92, estipula categóricamente el derecho de las personas a acceder a los órganos judiciales, a fin de obtener una tutela efectiva de sus derechos e intereses, ante decisiones de corte administrativo, potencialmente lesivas a los intereses y derechos legítimos de los implicados. Al amparo de ese precepto, no existe impedimento legal para que cualquier ciudadano ponga en manos de los jueces la valoración y decisión sobre un derecho o interés que estime le ha sido vulnerado.

Este importante principio, erigido como uno de los pilares fundamentales que sirven de sustento a todo el andamiaje procesal ordinario, está intrínsecamente complementado en el citado capítulo procesal de la Ley fundamental,  por la definición explícita del debido proceso, como garantía de la seguridad jurídica de las personas, que se formula en el artículo 94, con la interesante y novedosa acotación de que, su alcance, aplica no sólo el ámbito judicial, sino también para el tratamiento de las controversias en sede administrativa.

En ese orden, una de las instituciones de mayor impacto para el ámbito jurisdiccional nacional, entre las garantías previstas en el capítulo procesal de la nueva Constitución, es la contenida en el artículo 99, que consagra el derecho de todas las personas de acudir a los tribunales a solicitar amparo judicial, ante violaciones de determinados derechos esenciales establecidos en la propia Carta Magna, por parte de órganos del Estado, sus directivos, funcionarios o empleados con motivo de la acción u omisión, indebida, de sus funciones, así como por particulares o por entes no estatales.

Ante tales violaciones, siempre que como consecuencia sufrieran daños o perjuicios, las personas podrán reclamar la correspondiente reparación e indemnización, mediante un procedimiento preferente, expedito y concentrado cuyos trámites y demás requerimientos quedarán definidos en una próxima ley complementaria.

Con semejante pronunciamiento se restituye a nuestro ordenamiento jurídico, y a los tribunales cubanos, tras décadas de ausencia, la jurisdicción constitucional, en conflictos relativos a la tutela judicial al ejercicio de derechos proclamados por la Ley Fundamental.

Esta garantía se erige como herramienta protectora de primer orden en manos de los ciudadanos, para la defensa ante violaciones de sus derechos fundamentales y, a la vez, uno de los soportes esenciales en que se fundamenta la formulación definitoria que, con toda propiedad, como blasón incuestionable, contiene el artículo 1 de la Carta Magna cuyo texto postula que: “Cuba es un Estado socialista de Derecho y justicia social, democrático, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como república unitaria e indivisible, fundada en el trabajo, la dignidad, el humanismo y la ética de sus ciudadanos para el disfrute de la libertad, la equidad, la igualdad, la solidaridad, el bienestar y la prosperidad individual y colectiva”.

Las garantías contenidas en el citado capítulo VI constituyen el punto de partida y la hoja de ruta para el legislador ordinario, en la elaboración de las nuevas leyes procesales que necesariamente hay que promulgar en el país, para atemperar la base dispositiva que enmarca la actividad judicial y prejudicial, a los nuevos derroteros fijados por la robusta y avanzada Constitución con que hoy contamos.

La disposición transitoria décima de esta Carta Magna encomienda al Tribunal Supremo Popular la honrosa y trascendente misión de coordinar la elaboración y presentar, en un plazo de 18 meses, a la Asamblea Nacional del Poder Popular, los proyectos de leyes de procedimientos y de la nueva ley orgánica de los Tribunales de Justicia; tarea a la que ya nos entregamos con denuedo y que compartimos gustosamente con destacados académicos y representantes de otros órganos, organismos y organizaciones vinculados con la actividad judicial y jurídica del país.

En realidad, para los magistrados del Tribunal Supremo cubano, el camino de perfeccionamiento de la práctica procesal judicial no comienza ahora, aunque éste sea, por supuesto, su momento cumbre.

En el transcurso de los últimos años, aprovechando las facultades que le confiere el anterior texto constitucional –y que se mantienen en el vigente–  relativos a la iniciativa legislativa y a potestades reguladoras vinculantes en temas relacionados con la actividad judicial; nuestro máximo órgano jurisdiccional promovió importantes modificaciones legales y emitió dictámenes e instrucciones al sistema de tribunales, que introdujeron innovaciones y avances en los procedimientos de todas las materias, haciéndolos más ágiles, inclusivos, transparentes y garantistas.

Este papel, activo y protagónico, del Tribunal Supremo cubano en la evolución progresiva del Derecho procesal en el país durante los últimos años, ha sido reiteradamente reconocido por académicos y profesionales del derecho, y por la población, que percibe los beneficios de una actuación judicial cada vez más cercana y abierta.

Creo oportuno decir que esa percepción no obedece únicamente al avance cualitativo en las normas y disposiciones que regulan el curso de los procesos. Tiene también mucho que ver con la actitud proactiva, atenta y responsable que prevalece en los jueces y magistrados, cuyo modo de pensar y de actuar incorpora decididamente el espíritu y la filosofía que sustenta dichas reglas.

Sin jueces subjetivamente dispuestos y comprometidos con los principios y valores que informan las normas y disposiciones del derecho procesal, por muy avanzadas que estas sean, no pasarían de ser mera apariencia y envoltura formal, que no alcanza a materializarse en su contenido.

En nuestro humilde punto de vista, precisamente en esa aseveración está uno de los principales retos de la función jurisdiccional en el presente siglo, tema central escogido para los debates de este Congreso.

Los jueces y las juezas son personas que sienten, piensan y tienen opiniones como el resto de los seres humanos. También, igual que todos, asumen como propios un conjunto de valores (o antivalores) en torno a los cuales, al momento de tramitar o enjuiciar cualquier asunto, junto a la perspectiva jurídica, incorporan las apreciaciones subjetivas que albergan en su fuero interno. Pretender que pueden desprenderse de ellos cuando juzgan, es fantasear en torno a su naturaleza humana.

Es necesario, sí, contar con normas claras y precisas que perfilen los procedimientos y garantías; pero también es imprescindible contar con jueces verdaderamente imparciales y libres de influencias ajenas al proceso, propensos en sí mismos a ofrecer a los justiciables la tutela jurídica justa, concreta y suficiente que en derecho corresponda.

Lamentablemente esta necesidad, que parece tan obvia y elemental, muestra fisuras en la realidad de no pocos lugares del mundo.

La persistencia de resultados disfuncionales en el desempeño de los órganos judiciales que se observa en no pocos sitios del planeta, como la excesiva demora en el juzgamiento de los casos, el exagerado formalismo en trámites y actos procesales, la adopción de decisiones absurdas e infundadas y el deliberado distanciamiento con que actúan los jueces, respecto a los destinatarios de sus juzgamientos, constituyen patologías endémicas de un prototipo arcaico de justicia y de jueces, que nada tienen que ver con la concepción verdaderamente democrática de la justicia.

Particularmente deprimentes y repulsivos en ese orden son los casos de abierta judicialización de la política que proliferan en los escenarios de diferentes países.

En ese sentido, nuestro criterio es que la legitimización del juez no debe estar únicamente basada en el procedimiento a través del cual es electo o nombrado, sino, además, en los límites en los que se debe enmarcar el ejercicio judicial.

El carácter democrático del Estado implica que ninguna función pública se ejerza sin control y que, por consiguiente, no existan funcionarios sin responsabilidad efectiva, incluyendo, por supuesto, a los miembros de la judicatura.

En el caso de los jueces, la imprescindible libertad de que deben disponer, para impartir justicia sin interferencias ajenas, tiene, como contrapartida incuestionable, el deber de hacerlo con total apego a los procedimientos legales, respeto a las garantías del debido proceso, y dando cumplimiento a los requerimientos y estándares que supone una actuación judicial de calidad.

La exigencia de esa responsabilidad no puede ni debe quedar a expensas de la espontaneidad individual de los juzgadores, ni indefinida en el tiempo o sujeta solo a la posible impugnación del fallo, sino que requiere de la implementación de acciones permanentes de control social e institucional, que prevengan a los jueces de un desempeño errático en el ejercicio de su profesión, y de caer, por ende, en las antípodas de lo justo, lo ético y lo legal, con sus nefastas con­secuencias para los justiciables.

¿Podrán los sistemas judiciales librarse de estas perniciosas patologías y atavismos en el presente siglo? De ello dependerá, sin dudas, la salud del Derecho procesal y la justicia en su expresión concreta en esta centuria. La Organización de Naciones Unidas, hace algunos años, se ha pronunciado enfáticamente respecto a esta necesidad.

En 2015, durante el XIII Congreso de la ONU, para la prevención del delito y la justicia penal, los estados miembros mediante la llamada Declaración de Doha, reafirmaron su compromiso “de hacer todos los esfuerzos para prevenir y atacar la corrupción y para implementar las medidas encaminadas a mejorar la transparencia en la administración pública y promover la integridad y la rendición de cuenta de sus sistemas de justicia.     

Es obvio que donde no exista una clara voluntad política de fomentar el bienestar general de la población, y una verdadera vocación por la justicia y la armonía social, tampoco estará entre las prioridades o preocupaciones de los gobernantes la mejoría cualitativa del desempeño de la justicia. Habrá, sí, muchos discursos apologéticos, mucha retórica altisonante y muchos afeites mediáticos en torno a la independencia y la imparcialidad de los jueces; pero, en la realidad, seguirán predominando la interminable demora de los procesos, el irrespeto a garantías de los justiciables, los fallos sesgados e infundados, los montones de presos sin condena, y la desidia imperturbable de los juzgadores, entre otros males que frecuentemente pululan en los escenarios jurisdiccionales.

Se impone, pues, un necesario replanteo conceptual del ejercicio de la función judicial con enfoque de servicio público. La clave está, a juicio nuestro, en asumir que el desempeño efectivo del denominado “poder judicial” entraña, sobre todo, la necesidad de ejercerlo como “deber judicial”, a partir de la responsabilidad y obligaciones que los jueces contraen con la sociedad.

Lograrlo será, a nuestro modo de ver, el principal reto de la función jurisdiccional en el presente siglo.

Muchas gracias.

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