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Es 28 de enero y la fecha no necesita más señas. Día sagrado en la Patria.
Hace 168 años, cuando en la casa No. 41 de la calle de Paula, al matrimonio de Mariano y Leonor le naciera aquel varón que nombraron José Julián, a esta Isla le brotaba también, en el más preclaro de sus partos, un «símbolo de genuina luz».
Aunque en esta jornada siempre emociona ver flores blancas en las manitos de quienes van a honrar al Maestro, allí, donde se erige un pequeño busto suyo a la vera de las escuelas, al Apóstol hay que abrazarlo más, no solo en cantos, versos y citas de su invaluable y prolífera obra en el marco de una efeméride.
Al más universal entre los nacidos bajo este cielo hay que estudiarlo con mayor ahínco. No desde la obligatoriedad de una asignatura o desde la retórica sin sustancia para repetir la cronología de hechos y acciones que lo elevaron –con justeza– por encima de las nubes.
Hay que bajarlo más a menudo del pedestal para acercarnos al ser humano que también padeció enfermedades del cuerpo, la muerte de tres de sus siete hermanas, y la huella perenne del grillete asido al tobillo y a la cintura.
Urge adentrarse más en la vida del que sufrió las incomprensiones familiares, tanto de la madre afectuosa que reclamaba por sus ausencias en el hogar; como las del padre que lloró de tristeza al visitarle en las canteras de San Lázaro, pero que no comprendió la grandeza de su bisoño; o la de la esposa que le amó con pasión, madre de su único hijo, pero que no lo acompañó en su apego a la causa emancipadora.
Debemos hurgar más hondo en el intelectual que tuvo lógicas desavenencias con veteranos de la Guerra Grande en su anhelo de organizar una contienda necesaria para la independencia de los cubanos, y después creciera más, en el exilio y en la manigua, el respeto y la admiración de quienes lo conocieron y escucharon, muchas veces asombrados por la fuerza de su verbo locuaz y su exquisito dominio de seis idiomas.
Hablemos más de aquel de pupila limpia, frente ancha, cejas pobladas y grueso el bigote, de andar deprisa, vestuario humildísimo y luctuoso, pero siempre limpio, que no necesitó nunca mayor altura que la de su talla moral.
«…Uno se pregunta en qué momento, sobre qué piedra, sentado en qué hamaca, arrimado a que árbol, elaboró esta prosa, porque, además, es como un gran poema deslumbrante de cubanía», diría Abel Prieto sobre el patriota joven que, en poco tiempo, armó una gesta, viajó por varios países, reunió a los exiliados, fundó un periódico y un partido, escribió en diarios, estudió a los próceres de América y avizoró, con la sagacidad de su antimperialismo, los peligros que se gestaban desde el Norte y persisten dos siglos después.
«La audacia, la belleza, el valor y la ética de su pensamiento me ayudaron a convertirme en lo que creo que soy: un revolucionario», afirmaría, además, el líder histórico de la Revolución, quien, tras partir físicamente en 2016, no encontró mejor sitio para seguir cuidando de Cuba que una piedra cerca del monumento que guarda al Maestro, en Santa Ifigenia.
Nuestro Pepe, cuyos combates no terminaron en Dos Ríos, tiene que seguir vivo más allá de la metáfora y el elogio, porque como sentenció Cintio Vitier, «en la hora actual de Cuba sabemos que nuestra verdadera fortaleza está en asumir nuestra historia, y que el escudo invulnerable de nuestra historia se llama José Martí».