Mensajes y enseñanzas

Rubén Remigio Ferro
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Mensajes y enseñanzas del 26 de julio de 1953
Cuartel Moncada
Rubén Remigio Ferro

Aunque se han hecho múltiples análisis y comentarios sobre la transcendencia del discurso de autodefensa pronunciado por Fidel Castro el 16 de octubre de 1953, en la penúltima fecha de la vista del juicio oral seguido en Santiago de Cuba contra los acusados de haber participado en los asaltos a los cuarteles Moncada, de la referida ciudad, y Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo, acontecidos el 26 de julio de ese mismo año; existen aspectos contenidos en el texto de ese extraordinario alegato sobre los que resulta posible y necesario seguir profundizando y estudiando.

Tal es el caso de las contundentes críticas hechas entonces por el líder revolucionario -durante aquella intervención que se extendió más de dos horas- en relación con el amañado y torcido proceso judicial que enfrentaban y la ineptitud y venalidad de la mayor parte de los jueces del país, evidenciadas en la actuación de los integrantes del tribunal que supuestamente juzgaba a los acusados, cuando era evidente que algunos de ellos ya habían sido sentenciados de antemano por el tirano que usurpaba el poder.

Como se ha reconocido y se constata con nitidez en el texto escrito, más que de defensa, el alegato de Fidel fue un discurso de combate y de denuncia, en el que expuso con toda crudeza, los males que aquejaban a la Nación cubana, como resultado de la explotación, el escarnio y el saqueo a que estaba sometida desde tiempos inmemoriales, agravados por el servil y oprobioso régimen del tirano Fulgencio Batista. Fue también la ocasión propicia para que el joven líder expusiera el programa revolucionario que habría de ponerse en marcha una vez derrocada la tiranía y lograda la victoria.

Sin embargo, en los múltiples análisis y estudios hechos con posterioridad sobre estos aspectos del discurso, en muchas ocasiones se omite mencionar el grado de depauperación y desprestigio de la justicia, los jueces y la actividad judicial, como uno de los graves males, denunciados expresamente por Fidel que aquejaban al país y que era preciso resolver una vez que las fuerzas revolucionarias tomaran el poder.

Tampoco se ha reflexionado, con suficiente profundidad, acerca de cómo esos punzantes cuestionamientos iban a la vez delineando los fundamentos esenciales que, en las antípodas de tanta flaqueza profesional y de espíritu imperante en el ámbito de la administración de justicia de entonces, debían, por natural contraposición, caracterizar al sistema judicial que, necesariamente, emergería cuando el pueblo asumiera el poder.

La pertinencia de incorporar ese enfoque se refuerza cuando se comprende que no fue casual, en modo alguno, que desde el mismo comienzo de su intervención Fidel arremetiera denunciando crudamente las arbitrariedades y sucios manejos cometidos en su contra en aquel amañado proceso judicial.

“Señores magistrados:

Nunca un abogado ha tenido que ejercer su oficio en tan difíciles condiciones; nunca contra un acusado se había cometido tal cúmulo de abrumadoras irregularidades. Uno y otro, son en este caso la misma persona. Como abogado no ha podido ni tan siquiera ver el sumario y, como acusado, hace hoy setenta y seis días que está encerrado en una celda solitaria, total y absolutamente incomunicado, por encima de todas las prescripciones humanas y legales.

“… Si he tenido que asumir mi propia defensa ante este tribunal se debe a dos motivos. Uno: porque prácticamente se me privó de ella por completo; otro: porque sólo quien haya sido herido tan hondo, y haya visto tan desamparada la patria y envilecida la justicia, puede hablar en una ocasión como esta como palabras que sean sangre del corazón y entrañas de la verdad.”

En esos términos, elocuentes y punzantes, comenzó a describir el cuadro deprimente que presentaba la administración de justicia, cuya peor cara quedaba expuesta en el proceso de la causa número 37 de la Sala Primera de Urgencia de la Audiencia de Santiago de Cuba, y resultó resumida en dos palabras, bajo el calificativo de “justicia envilecida” acuñado entonces por el líder revolucionario.

Al continuar su alocución, Fidel espetó ante sus juzgadores, una a una, con vehemencia y de manera recurrente, el “cúmulo de abrumadoras irregularidades” cometidos en su contra, tanto en el proceso previo como durante las jornadas del juicio: irrespeto a garantías y derechos del acusado, violaciones reiteradas al derecho a la defensa, aislamiento y maltratos en la prisión, intentos de eliminación física, impedimento deliberado de asistir a todas las sesiones del juicio, desacato de la autoridad judicial y sus decisiones por funcionarios del gobierno y oficiales del ejército, entre otros desmanes, que constituyeron un denigrante rosario de flagrantes violaciones al debido proceso.

Particularmente incisivo y aleccionador resultó el contenido de la crítica realizada en el momento del discurso en que se refiere a lo inapropiado del sitio y las condiciones en que, ese día, se realizaba la vista del juicio:

“Como resultado de tantas maquinaciones turbias e ilegales, por voluntad de los que mandan y debilidad de los que juzgan, heme aquí en este cuartico del Hospital Civil, adonde se me ha traído para ser juzgado en sigilo, de modo que no se me oiga, que mi voz se apague y nadie se entere de las cosas que voy a decir. ¿Para qué se quiere ese imponente Palacio de Justicia donde los señores magistrados se encontrarían, sin duda, mucho más cómodos? No es conveniente, os lo advierto, que se imparta justicia desde el cuarto de un hospital, rodeado de centinelas con la bayoneta calada, porque pudiera pensar la ciudadanía que nuestra justicia está enferma… y está presa”.

Esos razonamientos irrebatibles dejaban al desnudo la burda y sumisa dependencia de aquel tribunal y del denominado “Poder Judicial”, a los dictados del tirano y sus secuaces. El tristemente célebre coronel Alberto del Río Chaviano, asesino acólito del dictador Fulgencio Batista, y quien entonces se desempeñaba como Jefe del Regimiento Número 1 de Guardia Rural asentado en el Cuartel Moncada, le había impuesto a los jueces actuantes la decisión de celebrar aquella importante sesión del juicio en un pequeño recinto del Hospital General Saturnino Lora, que servía como sala de enfermeras, ubicado a cerca de 100 metros de distancia del Palacio de Justicia de Santiago de Cuba. Para tratar de justificar su evidente genuflexión, los juzgadores utilizaron como excusa la supuesta imposibilidad de trasladar a la sede judicial al combatiente Abelardo Crespo Arias, quien se encontraba aún convaleciente de una herida de bala recibida durante el combate del Moncada, a quien, a esos efectos, decidieron juzgar también en esa ocasión.

En su disertación, a pesar de aludir, una y otra vez, con firmeza y sin titubeos, a la grosera manipulación con que el dictador y su camarilla conducían, tras bambalinas, aquella farsa judicial, como muestra palmaria de la precariedad institucional y falta de imparcialidad y transparencia, frecuentes en la actuación de los efectivos de la administración de justicia; Fidel invocó también, en ocasiones, cual debía ser el talante y el actuar digno en el desempeño de la función judicial por los encargados de ejercerla: apego a la Constitución y las leyes, juzgamiento sereno y ponderado de los hechos y el derecho aplicable; firmeza, valentía y racionalidad en la toma de decisiones; argumentación clara y precisa de las resoluciones judiciales; fueron algunos deberes que les recordó con vehemencia a los jueces que, en apariencia, impartían justicia en aquel proceso, aunque sabía con certeza que no serían capaces de cumplirlos.

Resulta evidente que, tanto al realizar las críticas demoledoras contra la deplorable situación que imperaba en la administración de justicia del país, puesta de manifiesto con todas sus aristas en la tramitación de aquella causa penal, como en sus numerosas menciones a lo que, conceptualmente, debía ser la actitud consecuente de los jueces en el ejercicio de su función, el líder revolucionario dejaba claramente perfilados los pilares fundamentales que sostendrían la labor judicial en la patria liberada con el pueblo en el poder. Ahí estaban, en esencia, las bases programáticas que anticipaban el carácter y la compostura que tendría la justicia judicial en Cuba una vez alcanzada la victoria revolucionaria que pondría el poder en manos del pueblo.

En un momento de su discurso Fidel se refiere, con extraordinaria agudeza, al sentido común de justicia que es inmanente a las masas populares de la sociedad y a que, en el caso del pueblo cubano, ese sentido tiene un desarrollo superlativo a partir de su propia historia como nación, razón por la que, para el ejercicio verdaderamente democrático y efectivo de su función, los jueces deben tomar siempre en cuenta esa realidad. El fragmento aludido expresa:

“…pero sobre lo que vosotros hagáis, la sociedad volverá muchas veces los ojos. Pensad que ahora estáis juzgando a un acusado, pero vosotros, a su vez, seréis juzgados no una vez, sino muchas, cuantas veces el presente sea sometido a la crítica demoledora del futuro”.

“… el problema de la justicia es eterno, y por encima de las opiniones de los jurisconsultos y teóricos, el pueblo tiene de ella un profundo sentido. Los pueblos poseen una lógica sencilla pero implacable, reñida con todo lo absurdo y contradictorio, y si alguno, además, aborrece con toda su alma el privilegio y la desigualdad, ese es el pueblo cubano. Sabe que la justicia se representa con una doncella, una balanza y una espada. Si la ve postrarse cobarde ante unos y blandir furiosamente el arma sobre otros, se la imaginará entonces como una mujer prostituida esgrimiendo un puñal. Mi lógica es la lógica sencilla del pueblo”.

Esa gráfica reflexión nos trasmite la visión del líder acerca de rasgos esenciales que deben caracterizar la impartición de justicia judicial en la Revolución Cubana: Apego a la ley, sentido de lo justo, sensibilidad social, conducta trasparente e intachable de los jueces y participación y respaldo popular en la actuación judicial.

El carácter programático y premonitorio que, desde la perspectiva revolucionaria, representaron los razonamientos y argumentos del alegato, en torno al grave estado en que entonces se encontraba el desempeño de la actividad judicial y la imperiosa necesidad de revertirlo, se constatan con facilidad al comprobar como prácticamente desde el mismo instante en que triunfa la Revolución se comenzaron a tomar decisiones para transformar radicalmente tal situación. Una de las primeras disposiciones adoptadas por el Gobierno Revolucionario en enero de 1959 fue la depuración del denominado Poder Judicial, que implicó la destitución de un gran número de jueces y magistrados que, en el ejercicio de sus funciones, habían mantenido una conducta servil y sumisa a los intereses de la dictadura, tolerando y, muchas veces, amparando toda clase de arbitrariedades e ilegalidades.

Desde entonces comenzaron a sucederse varias medidas y disposiciones encaminadas a construir y consolidar en nuestro país, tanto en el orden estructural como funcional, un Sistema Judicial de profunda raíz democrática y popular que se correspondiera cada vez más con los derroteros que para la impartición de justicia fueron trazados en aquel extraordinario discurso.

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