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Argumentar es consustancial a la actividad comunicativa, y lo hacemos en cualquier escenario que implique emisiones de criterios, ya sea para rebatir o convencer. El Diccionario de la Real Academia Española define argumentación como acción de argumentar y argumentar es argüir, aducir, alegar, dar argumentos. En esa línea deductiva, el argumento es el razonamiento que se emplea para probar o demostrar una proposición, o para convencer de lo que se afirma o se niega. Para el Derecho, la argumentación es un instrumento fundamental para la toma de decisiones por parte de sus usuarios (catedráticos, legisladores, jueces, fiscales, abogados, registradores, notarios, administración y particulares), de lo que se deduce que quienes integramos el andamiaje judicial formamos parte de aquellos cuya profesión los coloca como agentes discursivos por excelencia, donde cada decisión debe estar fundada.
Según lo anterior, no solo conviene a ambas partes de la relación comunicacional, en cualquiera de sus variantes o soportes, conocer qué es lo que se argumenta, ni qué es lo que se puede realizar con la argumentación, también discernir y juzgar si se argumenta correctamente algo, o si lo que resulta es una falacia sutil. Es la lógica la que ayuda a la mente a pensar con mayor claridad, orden, corrección profundidad e ilación, que es la acción de inferir una cosa de otra. A partir dvesta conexión entre las partes de un discurso, se logra, por consiguiente, la obtención de un raciocinio correcto y verdadero.
Es a Aristóteles a quien se le conoce como el padre de la lógica. El razonamiento deductivo categórico constituyó el núcleo central de su aporte y el silogismo como método para logarlo: las premisas (mayor y menor) y la consecuencia que se infiere de ello, lo que pone de manifiesto la importancia de un razonamiento correcto para llegar a argumentos verdaderos y, por ende, a una argumentación científica completa que busca siempre el razonamiento más fundamentado y, por lo tanto, ordenado.
Ahora bien, el argumento es una entidad lingüística compuesta por premisas y conclusiones, mediante la cual el sujeto traslada su procedimiento cognoscitivo a otro, e incluso, lo impone. La caracterización de la noción de argumento en términos de pretensión de fundamentación nos permite hablar de argumentos deductivos inválidos: aquellos en los que el hablante pretendió que las premisas otorgaran una fundamentación deductiva a su conclusión, pero falló en su intento, porque es posible que las premisas de su argumento sean verdaderas y su conclusión sea falsa, es a esto a lo que llamamos falacia.
Toda falacia es una mala argumentación, no a la inversa. Aunque no se dejen identificar con los malos argumentos en general, las falacias constituyen el paradigma de la mala argumentación. Es todo aquel discurso que pasa por mejor de lo que es, un fraude a la confianza comunicativa, intencionado o no.
De la argumentación jurídica
Existen tres campos en los que se efectúan argumentaciones en la esfera de lo jurídico: en la producción de normas jurídicas, en la aplicación de estas a la resolución de casos y en la dogmática jurídica.
El primero se explica per se. En el segundo, distinguimos, a su vez, argumentaciones en relación con los hechos (estas caen fuera del rango de la teoría de la argumentación jurídica) y las relativas al derecho o problemas de interpretación. Es precisamente aquí donde se centra la teoría de la argumentación jurídica.
El cuanto a la dogmática jurídica, tiene, como principales funciones: proveer criterios para la producción del derecho, dotar de sistematización y orden a un sector del ordenamiento jurídico y suministrar criterios para la aplicación del derecho; y tanto la dogmática jurídica como la argumentación jurídica responden a este fin, pues ambas surten de argumentos a los órganos encargados de la aplicación del derecho, con la diferencia de que la primera lo hace para casos abstractos (ejemplo de ello es la producción legislativa del Consejo del Gobierno del Tribunal Supremo Popular, que, a través de instrucciones, decreta el proceder para la resolución de asuntos futuros de la misma materia o suple falencias del ordenamiento jurídico en este sentido) y la segunda lo dota de argumentos jurídicos para la resolución de casos concretos.
Una vez dilucidado el ámbito en que se argumenta en sede jurídica, la labor argumentativa del juzgador parte del hecho de la necesaria justificación de las decisiones jurídicas, para lograr legitimidad, consenso, transparencia y efectividad, en pos del debido proceso.
Quienes impartimos justicia no explicamos nuestras decisiones, las justificamos. Esta diferencia estriba, para la teoría argumentativa, en que, al esgrimir razones a raíz de móviles psicológicos, sociales, ideológicos etc., damos razones explicatorias. Mientras que, cuando damos razones justificativas, realizamos un procedimiento intelectivo mediante el que justificamos la conclusión arribada, lo que significa que, a través de estas, el juez argumenta que su decisión es correcta y conforme a derecho.
Ahora bien, sabemos dónde y cómo ocurre la argumentación jurídica, pero cómo distinguir los argumentos correctos de los incorrectos.
Un argumento que es manifiestamente inválido no supone mayor análisis. El problema estriba en cómo identificar los válidos de los aparentemente válidos pero que no lo son, o sea, de las falacias. Para paliar este fenómeno se han desarrollado las técnicas de la argumentación, las que, de manera directa, ayudan a desvelar argumentos falaces o refutarlos y, de manera indirecta, son directrices para no incurrir en el discurso falaz.
No es sencillo apriorísticamente identificar falacias, sino que se encuentra sistémicamente relacionado al contexto y el caso concreto; y, a partir del estudio de la estrategia argumentativa específica, pues pueden existir argumentos falaces, pero con reminiscencias de validez, por lo que no pueden ser descartados sin la correspondiente justificación. Empero, existen argumentos jurídicos comunes que se repiten y suelen ser falaces, pero nos centramos en exponer breves pinceladas a manera de introducción a la teoría de la argumentación jurídica.
A partir de un análisis de campo, se han logrado identificar los esquemas argumentativos de carácter jurídico más importantes esgrimidos en el discurso jurídico, de los cuales si el operador se auxilia correctamente podrá no solo argumentar bien, sino también desvelar o refutar argumentos falaces y, en todo caso, evitar incurrir en estos.
Ellos son: el argumento a contrario; el a pari, a simili o analógico; el a fortiori; y el de reducción ad absurdum.
El argumento a contrario es utilizado con mayor preeminencia en el ámbito civil y sobre todo por los abogados, en sus escritos polémicos, al ser una interpretación restrictiva de la ley, como forma de interpretación literal. Quien argumenta a contrario sostiene que donde la ley no distingue no cabe distinguir, es decir, no hay una laguna jurídica sino una declaración implícita sobre el contenido negativo de la norma: Todo lo que no está expresamente prohibido está permitido, Todo lo que no está expresamente permitido está prohibido.
A fortiori significa con mayor razón o con mayor motivo y el argumento a fortiori es un procedimiento discursivo por el cual a un supuesto de hecho le es aplicada la misma consecuencia que a otro, justificándose en que, en el primero, los motivos se den de manera más evidente, o sea, con mayor fuerza, por lo que evidentemente es un esquema argumentativo empleado en su mayoría por los juzgadores, al establecer silogismos fácticos, y es aplicable a normas de tipo positivo, por ejemplo, si la norma autoriza lo más, subsecuentemente, es permisible lo menos. La siguiente afirmación de Aristóteles lo pone de manifiesto: si ni siquiera los dioses lo saben todo, menos aún los hombres. Utilizado también en disposiciones jurídicas prohibitivas, en otras palabras, si la norma prohíbe lo menos, con mayor razón prohíbe lo más.
También llamado argumento apagógico o de reducción al absurdo, este defiende una tesis mostrando que rechazarla tiene implicaciones absurdas porque lleva a una contradicción. Es un argumento camaleónico y el que con mayor preeminencia se aprecia convertido en falacia, dada su proclividad al dramatismo.
De su carácter emotivo y potencialmente falaz, no advierte Toubes Muñiz, dado que puede ser un rodeo innecesario. Pero otras veces, resulta ser una herramienta poderosa y eficaz para la argumentación jurídica. Dicho argumento sostiene que cierta premisa no es posible pues, de concretarse, conduciría a resultados absurdos, ya sean imposibles, ya sean indeseados.
Hasta aquí hemos esbozado las principales instituciones para la teoría de la argumentación jurídica, pues esta investigación no tiene ánimo de ser exhaustiva sino práctica, que el juzgador se auxilie de herramientas, y así no solo argumente, sino que lo haga bien, lo que propenderá a identificar, analizar y evaluar los argumentos esgrimidos en el debate jurídico y a prevenir que emitamos un discurso falaz y detectemos cuándo estamos en presencia de uno. Ello propende a la transparencia procesal al momento de emitir el fallo y la suscripción de demás escritos del tribunal y de las partes.
Un buen argumentador, en general, pretende contribuir con arreglo a la máxima kantiana: argumenta de manera que tus intervenciones discursivas sean contribuciones que respeten los valores de la argumentación en su marco y contexto.
He aquí buenas razones para decidirse por argumentar bien.
Manuel Atienza: Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica, 2.a reimpr., Universidad Autónoma de México, 20005, p. 30.
Francisco Rodríguez-Toubes Muñiz: La reducción al absurdo como argumento jurídico, Universidad de Santiago de Chile, 2012, p. 122.