Martí: aproximaciones lingüísticas (VI, final)

Por JUAN RAMÓN RODRÍGUEZ GÓMEZ
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GACETA DEL IDIOMA

Para el final de la serie dedicada al más universal de los cubanos ―a propósito de dos hechos significativos en su vida (el nacimiento, 28 de enero de 1853, hace 172 años; y 130 del Manifiesto de Montecristi, 25 de marzo de 1895)―, he reservado otras dos aristas muy im­portantes en la obra del Maestro relacionadas con sus proyecciones respecto al idioma español: la crítica y el estilo.

Como muestra de la primera, tomo dos de las incluidas en la compilación realizada por Marlen Do­mínguez para su libro José Martí: ideario lin­güístico ―en el capítulo Crítica. Lexicografía. Etimología, bajo el epígrafe «Libros de hispanoamericanos y ligeras conside­ra­­cio­nes»―, publicadas en La Amé­rica, Nueva York, junio de 1884, y Patria, el 8 de septiembre de ese año. Helas aquí:

Sobre la mesa tenemos, esperando turno, un grupo de li­bros de autores hispanoamericanos, que a cualquier pueblo fueran motivo de honor. [...] Éste, ¿qué libro es éste? En tierras en que se habla el castellano, como el alma tiene más de mariposa que de bestia famélica, y vive de mieles, y el suelo da lo que se necesita, y lleno el espíritu de generosidad y ternura, del sue­lo se necesita poco, han escaseado las ciencias, hijas de las necesidades humanas, que obligan a la pesquisa y a la ob­servación, y de cierta disposición tranquila de la mente, que en­tre ojos negros y palmeras de sombra calurosa, no anda casi nunca desocupada.

Hambre e invierno son padres de ciencias. Por lo que no hay que buscar en castellano muchos vocablos científicos; y el industrioso y erudito cubano Néstor Ponce de León hace bien en injerir, con discreción y propiedad, la lengua corriente y necesaria de la industria y el comercio en el idioma español, para expresar los estados del alma muy propio y rico, pero lastimosamente escaso de la verbología moderna. Y como no se ha de decir que para vivir entre los hombres es bueno des­conocer la lengua, sino aprender a hablarla, y hoy los hom­bres se han apeado del caballo de batalla y se están montando sobre arados y ruedas dentadas, es libro de mucho alcance y servicio el Diccionario tecnológico, que con miras y materias más vastas que las de todos los diccionarios de ciencias o ar­tes hasta ahora conocidos, escribe desde la librería de Broad­way el cubano Ponce de León. Ya se anuncia el Diccionario de regímenes, de un hablista ilustre, que es el colombiano don Rufino Cuervo, notabilísimo filólogo, y como un verdadero filó­so­­­fo del idioma.

Buena lengua nos dijo España, pero nos parece que no ha de quejarse de que se la maltratemos; quien quiera oír a Tirsos y Argensolas, ni en Valladolid mismo lo busque, aunque es fama que hablan muy bien español los vallisoletanos: búsquelos en­tre las mozas apuestas y mancebos humildes de la América del Centro, donde aún se llama “galán” a un hombre hermoso o en Caracas, donde a las contribuciones dicen “pechos”; o en Mé­xi­co altivo, donde al trabajar llaman, como Moreto en una come­dia, “hacer la lucha”. Y en cuanto a las leyes de la lengua, no hay duda de que Baralt, Bello y Cuervo son sus más avisados legisladores; lo cual no quita lustre al habla en que con singular donosura dicen literarios pensamientos los varones de Guadal­quivir y Manzanares, ya como Hartzenbusch la acicalen y enjo­yen cual a moza en fiesta; o como Guerra y Orbe, bruñan y sa­quen lustre a la plata antigua, o como Alarcón, le den matices árabes; o como Galdós, la hagan llorar; y tener juicio a par que gracia con Varela.

La América, Nueva York, junio de 1884

Libro nuevo de José Miguel Macías

Con alegría verdadera, y agradecimiento al caballeroso edi­tor, ve Patria en el número de estreno de “Los domingos del Diario Comercial” de Veracruz, las primeras páginas del libro nuevo del filólogo cubano José Miguel Macías. Llámase el libro Erratas de la Fe de erratas de Don Antonio Valbuena; y ya luce desde el prólogo su erudición de raíz, su estilo inquieto y fami­liar, y su crítica franca y generosa, el autor triunfante del Diccio­nario cubano de las raíces griegas y latinas, que es a derechas todo lo que queda del latín viable, y del Tratado de desinencias, que es obra de ahorro y expresión, donde se fija y acentúa el valor de nuestras palabras.

De oquedad y follaje padece el cas­tellano, y no hay como la etimología para ponerlo donde están, por su precisión y utilidad, el inglés y el francés. Tal como anda, el castellano es lengua fofa y túmida; y cuando se le quiere ha­cer pensar, sale áspero y confuso, y como odre resquebrajada por la fuerza del vino. José Miguel Macías es de los que le co­nocen a la lengua los manantiales; y del mucho saber, y supo­ner que todos saben tanto como él, suele parecer lo suyo intrin­cado en lo que es transparente, y difuso de pura energía, por­que es su ciencia terca y rapante, que no deja el asunto hasta que está en el mero hueso, y con él desnudo golpea en las puertas del enemigo acorralado, ―a reserva de darle a comer su propio corazón, y darle cubierto de honor en su mesa, como hace con el picafaltas de Valbuena, que es de los que le tiene a mal a un monte que críe en una hendija un verso cojo; y tacha­rá a la nube azul porque lleva, en una gota de agua, una diére­sis en vez de una coma.

Por “sus estupendos disparates” cae encima a Valbuena el Vicerrector del Colegio de Veracruz; pero de buen grado le reconoce, por aquí o por allá, “gran pericia, modo magistral y envidiable criterio”. Y a vueltas con los travie­sos localismos veracruzanos que de lejos ponen cierta oscuri­dad en los análisis del filólogo, da Macías sobre Miguel de Es­calada como el que sabe sobre el que sabe menos, y pone de ligero y segundón, en res etimológica, al alevoso y colérico au­tor de los Ripios Ultramarinos.

Como pelea de veras fue aquella lectura: él desgrana su aná­­­lisis, que se ve entonces claro y felicísimo, y lo comenta con la voz, y le clava el resumen al enemigo en el testuz, y remata el argumento con la pasión de la verdad. En su etimología no entran ladrones. La fantasía suele entrar, pero como ayuda y chiste, y porque toda ciencia empieza en la imaginación, y no hay sabio sin el arte de imaginar, que es el de adivinar y com­poner, y la verdadera y única poesía.

Patria, 8 de septiembre de 1894

 

Y cual colofón de esta última parte de la serie, algunos fragmentos de textos referidos al estilo (tomados de la propia fuente), en los que el Ma­es­tro deja correr la pluma para transmitirnos su clara convicción al res­pecto:

El lenguaje ha de ser matemático, geométrico, escultórico. La idea ha de encajar exactamente en la frase, tan exacta­men­te que no pueda quitarse nada de la frase sin quitar eso mismo de la idea.

-oOo-

Otro amaneramiento hay en el estilo, que consiste en fingir, con­tra lo que enseña la naturaleza, una frialdad marmórea que suele dar hermosura de mármol a lo que se escribe, pero le qui­­ta lo que el estilo debe tener, el salto del arroyo, el color de las hojas, la majestad de la palma, la lava del volcán.

-oOo-

En las palabras, hay una capa que las envuelve, que es el uso: es necesario ir hasta el cuerpo de ellas. Se siente en este exa­men que algo se quiebra, y se ve lo hondo. Han de usarse las pa­labras como se ven en lo hondo, en su significación real, eti­mológica y primitiva, que es la única robusta, que asegura du­ra­­ción a la idea expresada en ella. Las palabras han de ser bri­llantes como el oro, ligeras como el ala, sólidas como el mármol.

 -oOo-

 

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Gacetilla ortográfica

Tomada de La lengua que nos une, TSP, La Habana, 2018, p. 128,

a partir de Ministerio de Educación: Cuaderno de ortografía 1,

Editora el habanero, La Habana, 2000.[1]

En nuestro idioma, contamos con varios sufijos que indican disminución.  Además  de los muy conocidos -ito, -cito, -ecito e -illo, -cillo, -ecillo, -ececillo, están -ín, -ico, -uelo. Los siguientes versos, tomados de Ismaelillo, le permitirán apreciar el uso magistral que José Martí hace de algunos de ellos:

Mi caballero

Por las mañanas / Mi pequeñuelo /

Me despertaba / Con un gran beso [...]

Musa traviesa

¿Mi musa? Es un diablillo / Con alas de ángel, /

¡Ah, musilla traviesa, / Qué vuelo trae! [...]

Nos «vemos».


[1] Ambas fuentes están directamente interrelacionadas, pues el autor de la primera (este gacetero) es quien asumió la edición-corrección de la segunda.

 

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